TRENES
Durante varios años de mi época de estudiante, llevé en mi clasificador una fotografía metida en el plástico transparente con el que lo había forrado. Era una fotografía grande, de tamaño folio, que cubría toda una cara de la carpeta. Era la fotografía de un tren, la máquina de un tren antiguo, de los de vapor, vista de frente, acaso ligeramente en escorzo y dejando ver algún vagón posterior. En tonos azulones, en la noche y con una ligera bruma vaporosa alrededor. Magnífica. La rescaté de una feria de material de oficina e imprenta que aún se sigue celebrando año tras año, la recorté para adaptarla al tamaño necesario y la coloqué allí.
La primera vez que cogí un tren fue en la estación de La Puebla de Hijar. Tendría yo no más de cinco años e íbamos mi madre y yo, desde el pueblo, a pasar unos días a Barcelona, a casa de unos familiares. No tengo demasiados recuerdos de aquella aventura. Los justos. Recuerdo que tenía compartimentos con bancos de barrotes de madera, que hacía frío, que olía a bocadillo de tortilla y a monda de naranja. Recuerdo la estación de Barcelona, a la llegada, enorme y llena de gente. La primera estación en mi memoria.
El siguiente tren importante de mi vida fue uno que, ya en la adolescencia, nos llevó a un grupo de compañeros de colegio y a mí, desde Zaragoza a la capital. Era un proyecto que organizaba el Ministerio de Educación entonces, llamado “Escuelas Viajeras” y en el que tuvimos la suerte de participar. Consistía en una semana de turismo cultural junto a otros colegios de la geografía española. Se pernoctaba en alguna de las antiguas “Universidades Laborales” y se visitaban los alrededores. En nuestro caso la de A. de H., visitando la capital y varias ciudades cercanas: Toledo, Segovia,… Sólo en alumnos, aquel centro triplicaba el número de habitantes de mi pueblo. Recuerdo anecdóticamente el consejo de la abuela de uno de mis compañeros:” No abráis las ventanillas del tren al pasar por los túneles, que se os llenará el vagón de humo”… ¿Cuántos años haría que la pobre mujer no cogía un tren para no saber que los trenes de esa época ya no echaban humo? . Compartimos la semana con un colegio de un barrio obrero vallisoletano y otro de un pequeño pueblo, como el nuestro, de Ávila. Inolvidable experiencia. Sin conocer aún lo que posteriormente significaría en mi vida aquel viaje.
Apenas dos años más tarde, decenas de trenes que hacían ese mismo recorrido hacia “casi” la capital, caracterizarían mi vida. El curso empezaba con uno de ellos, al final de cada verano. Y aquel tren, el primero de cada curso, significaba mucho más que su comienzo. Con él comenzaba también la vida. Partir con él era como abrir una ventana al mundo, un mundo por descubrir, por devorar con ansia. Los últimos días de septiembre eran la antesala apresurada de los preparativos. Era importante que no faltase nada en el equipaje- que acababa siendo descomunal y casi imposible de colocar, después, en los compartimentos del tren- ni siquiera la guitarra infantil. En una de estas antesalas forré mi clasificador con la fotografía de un tren antiguo, de aquéllos en los que todavía se debía llenar el vagón de humo al pasar por un túnel, si estaban las ventanillas abiertas. Como metáfora de mi vida de entonces. Miles de anécdotas y recuerdos de aquellos viajes de más de tres horas.
En aquella “Laboral” –como la llamábamos nosotros- de “casi” la capital, comencé a viajar, precisamente para acercarme a ella, en otro tipo de trenes. Ésos de un recorrido menor. Cualquier excusa era buena para coger uno en la estación de cercanías, al lado de la “Laboral“, y en treinta y cinco minutos poder caminar por las calles de la “Villa y Corte”. No sería capaz de precisar cuántas veces cogí esos trenes: ¿cientos? . En toda mi vida de estudiante y después, durante años, para ir a trabajar, tal vez miles. Era capaz de reconocer dónde se encontraba el tren exactamente con sólo un golpe de vista a través del cristal: un poste, un puente, un edificio, una farola… aun en el, siempre cambiante de fisonomía, extrarradio. Capaz de anticiparme a la voz enlatada que anuncia la llegada a cada una de las estaciones del recorrido; en uno u otro sentido. Aquella época en la que tenía que coger dos de aquellos trenes al día para ir de casa al trabajo, y viceversa, la recuerdo como una en las que más he leído.
Ha habido otros muchos trenes en mi vida. Trenes lejanos en territorio extraño que no sabes dónde te dejarán. Trenes exóticos. Veloces como un parpadeo. Furtivos trenes nocturnos. Trenes que he esperado sin impaciencia. Otros en los que no veía el momento de la partida. Trenes que se han llevado, que me han traído, algún rostro de siempre. Trenes desde los que me he apeado. Y trenes que he perdido.
Ya hace varios años que no cojo trenes, ni siquiera de cercanías. Vi, como lo hizo medio mundo, imágenes del horror en varios de esos trenes hace casi dos años. Repetidas en televisión hasta la saciedad. Vi farolas, puentes, postes, estaciones… de una línea que conozco bien.
La primera vez que cogí un tren fue en la estación de La Puebla de Hijar. Tendría yo no más de cinco años e íbamos mi madre y yo, desde el pueblo, a pasar unos días a Barcelona, a casa de unos familiares. No tengo demasiados recuerdos de aquella aventura. Los justos. Recuerdo que tenía compartimentos con bancos de barrotes de madera, que hacía frío, que olía a bocadillo de tortilla y a monda de naranja. Recuerdo la estación de Barcelona, a la llegada, enorme y llena de gente. La primera estación en mi memoria.
El siguiente tren importante de mi vida fue uno que, ya en la adolescencia, nos llevó a un grupo de compañeros de colegio y a mí, desde Zaragoza a la capital. Era un proyecto que organizaba el Ministerio de Educación entonces, llamado “Escuelas Viajeras” y en el que tuvimos la suerte de participar. Consistía en una semana de turismo cultural junto a otros colegios de la geografía española. Se pernoctaba en alguna de las antiguas “Universidades Laborales” y se visitaban los alrededores. En nuestro caso la de A. de H., visitando la capital y varias ciudades cercanas: Toledo, Segovia,… Sólo en alumnos, aquel centro triplicaba el número de habitantes de mi pueblo. Recuerdo anecdóticamente el consejo de la abuela de uno de mis compañeros:” No abráis las ventanillas del tren al pasar por los túneles, que se os llenará el vagón de humo”… ¿Cuántos años haría que la pobre mujer no cogía un tren para no saber que los trenes de esa época ya no echaban humo? . Compartimos la semana con un colegio de un barrio obrero vallisoletano y otro de un pequeño pueblo, como el nuestro, de Ávila. Inolvidable experiencia. Sin conocer aún lo que posteriormente significaría en mi vida aquel viaje.
Apenas dos años más tarde, decenas de trenes que hacían ese mismo recorrido hacia “casi” la capital, caracterizarían mi vida. El curso empezaba con uno de ellos, al final de cada verano. Y aquel tren, el primero de cada curso, significaba mucho más que su comienzo. Con él comenzaba también la vida. Partir con él era como abrir una ventana al mundo, un mundo por descubrir, por devorar con ansia. Los últimos días de septiembre eran la antesala apresurada de los preparativos. Era importante que no faltase nada en el equipaje- que acababa siendo descomunal y casi imposible de colocar, después, en los compartimentos del tren- ni siquiera la guitarra infantil. En una de estas antesalas forré mi clasificador con la fotografía de un tren antiguo, de aquéllos en los que todavía se debía llenar el vagón de humo al pasar por un túnel, si estaban las ventanillas abiertas. Como metáfora de mi vida de entonces. Miles de anécdotas y recuerdos de aquellos viajes de más de tres horas.
En aquella “Laboral” –como la llamábamos nosotros- de “casi” la capital, comencé a viajar, precisamente para acercarme a ella, en otro tipo de trenes. Ésos de un recorrido menor. Cualquier excusa era buena para coger uno en la estación de cercanías, al lado de la “Laboral“, y en treinta y cinco minutos poder caminar por las calles de la “Villa y Corte”. No sería capaz de precisar cuántas veces cogí esos trenes: ¿cientos? . En toda mi vida de estudiante y después, durante años, para ir a trabajar, tal vez miles. Era capaz de reconocer dónde se encontraba el tren exactamente con sólo un golpe de vista a través del cristal: un poste, un puente, un edificio, una farola… aun en el, siempre cambiante de fisonomía, extrarradio. Capaz de anticiparme a la voz enlatada que anuncia la llegada a cada una de las estaciones del recorrido; en uno u otro sentido. Aquella época en la que tenía que coger dos de aquellos trenes al día para ir de casa al trabajo, y viceversa, la recuerdo como una en las que más he leído.
Ha habido otros muchos trenes en mi vida. Trenes lejanos en territorio extraño que no sabes dónde te dejarán. Trenes exóticos. Veloces como un parpadeo. Furtivos trenes nocturnos. Trenes que he esperado sin impaciencia. Otros en los que no veía el momento de la partida. Trenes que se han llevado, que me han traído, algún rostro de siempre. Trenes desde los que me he apeado. Y trenes que he perdido.
Ya hace varios años que no cojo trenes, ni siquiera de cercanías. Vi, como lo hizo medio mundo, imágenes del horror en varios de esos trenes hace casi dos años. Repetidas en televisión hasta la saciedad. Vi farolas, puentes, postes, estaciones… de una línea que conozco bien.
En la casa del pueblo, estos días atrás, he vuelto a tener en las manos mi carpeta de estudiante. Acaricié la ajada fotografía y, como por instinto innato, la acerqué a mi pecho y la apreté contra él.
2 comentarios
Antonio -
Sigue así, me ha encantado, y cuando tengas un fin de semana tranquilo, te montas en AVE, sigues escribiendo y describiendo el viaje en tren, y nos visitas...Estaremos esperando...Un abrazo.
ana a. -
Un besico.