EL TELÓN VERDE II
Durante muchos años de su lejana juventud, pasó los fines de semana trabajando como maquinista en el cine del pueblo. Lo ha contado en muchas ocasiones. Eran años difíciles, en los que conseguir un poco de dinero extra no venía nada mal a la economía familiar. Eran los años de las grandes divas del cine español: “la Sevilla”, “la Montiel”… Los años del NODO.
El trabajo comenzaba por ir a recoger cada viernes, las sacas de lona que contenían los grandes rollos de película al “correo” -entonces era así como se llamaba al único autobús de línea que pasaba por allí- y acababa el lunes, al alba, cuando las devolvía al mismo, rebobinados los grandes carretes, listos para ser utilizados en el siguiente pueblo.
Hasta el cine, las transportaba en una carretilla, pesadas como eran, y después las subía al hombro a lo más alto de la sala, la cabina de proyección. Después, en cada sesión y salvo algún imprevisto producido por alguna película que llegaba en muy mal estado, la tarea era rutinaria: colocar los grandes rollos en los rotores de la máquina, hacer pasar la cinta por un sinfín de cilindros móviles, comprobar que su tensión fuese la necesaria –ni demasiado tensa, ni demasiado floja-, fijar su extremo al carrete vacío del final de recorrido donde habría de bobinarse, y después de pasar unos cuantos metros de película para comprobar que todo funcionaba bien, ya estaba lista para comenzar. Lista para que el telón se abriese. Durante la proyección, se limitaba apenas a vigilar que la velocidad de los rodillos fuese constante. Para que así, el film no quedase expuesto demasiado tiempo frente a la candente chispa del electrodo de carbón del proyector y pudiese quemarse. Produciéndose un daño irreparable en el mismo.***
Vemos juntos una película esta tarde de domingo. Una entrañable película que recrea la historia de amistad entre un niño y el maquinista de un cine de pueblo. Nos emocionamos. Yo he rememorado el niño que fui y él, seguramente, aquella pequeña cabina en la que tantas horas pasó.
Me dice que finalmente ha podido entender el aparato de DVD. Que ya es capaz de ponerlo en funcionamiento cuando está solo. Que sólo conoce la función de tres o cuatro teclas del mando a distancia, pero con eso le basta. Y que cuando algo no va bien, lo apaga y lo vuelve a encender hasta que consigue hacerlo funcionar. Pero que eso le ocurría más al principio, que ahora ya casi lo consigue a la primera, que no tiene que apagarlo tantas veces. Sonrío. Pero que hay una cosa que, pasados más de cincuenta años desde aquéllos que acaba de rememorar viendo la película, le es imposible entender. Me dice esto, y calla de repente.
Lo miro. Observa incrédulo el pequeño disco de DVD que retiene en sus manos. Ese disco de apenas veinte centímetros de diámetro y dos milímetros de espesor. No habla, aunque sé lo que dirá después.
***
Cuando yo era el niño que soñaba en una butaca del gallinero del cine de mi pueblo, no sabía cuántas tardes de domingo había él abierto el telón de aquel cine. Lo supe años después. Él, entonces, tampoco podía imaginar la llegada del DVD. Aquéllos, eran otros tiempos, tan otros, que él todavía no era mi padre.
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