CAMBIO DE PLATAFORMA
Por problemas técnicos, este blog cambia de plataforma. Lo encontraréis en www.nestormas.bitacoras.com
Nos leemos allí.
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Después de tantos ríos de tinta, tantos globos dorados, tanto reconocimiento en tanto festival, tanto tiempo televisivo, tantas colas en la puerta de los cines…
Me pregunto: “¿Habrá vida más allá de Brokeback Mountain?”.
Otro día os lo cuento.
Si como a mí, os ocurre un día que, conduciendo, después de un frenazo apresurado en un semáforo que se acaba de cerrar, casi os tragáis al autobús urbano que os precede -y que ha sido el culpable de que no vieseis el semáforo-, os quedáis pegaditos al cartelón publicitario que cubre toda su trasera y leéis en él: “cada día un vaso”. No desgastéis vuestro cerebro en averiguar si se trata de una nueva bebida energética, una leche con esencia de espárragos o la cantidad mínima diaria recomendada de “nanoesferas” a tomar. No, nada que ver con esto, si bien, no menos descabellado: un diario de tirada nacional regala una vajilla. Completa. Cada día te dan un vaso.
Sí, sí, lo vi perfectamente cuando el autobús reanudó su marcha y pude observar, más alejado, el cartelón en toda su extensión.
¿Se puede llegar más lejos?
* * *
P.D.: Aunque no estaría mal que alguien me confirmase que no lo he soñado.
Durante muchos años de su lejana juventud, pasó los fines de semana trabajando como maquinista en el cine del pueblo. Lo ha contado en muchas ocasiones. Eran años difíciles, en los que conseguir un poco de dinero extra no venía nada mal a la economía familiar. Eran los años de las grandes divas del cine español: “la Sevilla”, “la Montiel”… Los años del NODO.
El trabajo comenzaba por ir a recoger cada viernes, las sacas de lona que contenían los grandes rollos de película al “correo” -entonces era así como se llamaba al único autobús de línea que pasaba por allí- y acababa el lunes, al alba, cuando las devolvía al mismo, rebobinados los grandes carretes, listos para ser utilizados en el siguiente pueblo.
Hasta el cine, las transportaba en una carretilla, pesadas como eran, y después las subía al hombro a lo más alto de la sala, la cabina de proyección. Después, en cada sesión y salvo algún imprevisto producido por alguna película que llegaba en muy mal estado, la tarea era rutinaria: colocar los grandes rollos en los rotores de la máquina, hacer pasar la cinta por un sinfín de cilindros móviles, comprobar que su tensión fuese la necesaria –ni demasiado tensa, ni demasiado floja-, fijar su extremo al carrete vacío del final de recorrido donde habría de bobinarse, y después de pasar unos cuantos metros de película para comprobar que todo funcionaba bien, ya estaba lista para comenzar. Lista para que el telón se abriese. Durante la proyección, se limitaba apenas a vigilar que la velocidad de los rodillos fuese constante. Para que así, el film no quedase expuesto demasiado tiempo frente a la candente chispa del electrodo de carbón del proyector y pudiese quemarse. Produciéndose un daño irreparable en el mismo.***
Vemos juntos una película esta tarde de domingo. Una entrañable película que recrea la historia de amistad entre un niño y el maquinista de un cine de pueblo. Nos emocionamos. Yo he rememorado el niño que fui y él, seguramente, aquella pequeña cabina en la que tantas horas pasó.
Me dice que finalmente ha podido entender el aparato de DVD. Que ya es capaz de ponerlo en funcionamiento cuando está solo. Que sólo conoce la función de tres o cuatro teclas del mando a distancia, pero con eso le basta. Y que cuando algo no va bien, lo apaga y lo vuelve a encender hasta que consigue hacerlo funcionar. Pero que eso le ocurría más al principio, que ahora ya casi lo consigue a la primera, que no tiene que apagarlo tantas veces. Sonrío. Pero que hay una cosa que, pasados más de cincuenta años desde aquéllos que acaba de rememorar viendo la película, le es imposible entender. Me dice esto, y calla de repente.
Lo miro. Observa incrédulo el pequeño disco de DVD que retiene en sus manos. Ese disco de apenas veinte centímetros de diámetro y dos milímetros de espesor. No habla, aunque sé lo que dirá después.
***
Cuando yo era el niño que soñaba en una butaca del gallinero del cine de mi pueblo, no sabía cuántas tardes de domingo había él abierto el telón de aquel cine. Lo supe años después. Él, entonces, tampoco podía imaginar la llegada del DVD. Aquéllos, eran otros tiempos, tan otros, que él todavía no era mi padre.
En mi pueblo hubo un cine. Una de esas salas antiguas de incómodas butacas abatibles de madera, suelo entarimado y gallinero en lo alto con una barandilla ondulada de cornisa de escayola. Ambigú, donde a los chicos nos vendían palomitas, chicles, pipas…, y todo. La pantalla sobre un pequeño escenario con un viejo y polvoriento telón verde. Incluso una vez, en la escuela, hicimos una obra de teatro que representamos en aquel escenario. Recuerdo que era un cuento de un tal “Wilde” que se llama “El jardín del gigante egoísta”. Yo era el “niño dos”.
Nos gustaba subir al gallinero y ver desde allí la película. Yo intentaba sentarme lo más cerca posible del ventanuco abierto en la pared de la cabina de proyección. Justo en la butaca de debajo, si había corrido lo suficiente al abrirse las puertas y subido la larga escalinata, que conducía a él, como un rayo. No siempre era posible porque todos corríamos como alma que lleva el diablo. Ocupar aquella butaca, o las contiguas a ella, te proporcionaba ciertos privilegios. Entre ellos, el de poder cortar con la mano el denso haz de luz que emanaba de aquel óculo y proyectar su sombra, ampliada a un tamaño descomunal, sobre la pantalla. No sin los correspondientes pitidos del respetable y gritos del maquinista.
Boquiabierto, veía aquel misterioso e inmenso chorro de luz que cambiaba de color, reflejada en el polvo y el humo –siempre había gente que fumaba- y se convertía después, al chocar contra la pantalla, en nítidas imágenes. Imágenes, que además hablaban. Si hubiese existido la magia, hubiese sido algo muy parecido a aquel fenómeno. En mi imaginación infantil, existía.
Que aquel polvoriento telón verde se abriese cada tarde de domingo, y descubriese la gran pantalla en la que se proyectaría la película, era una suerte de viaje iniciático a través del cual podías adentrarte en quién sabía qué exóticos mundos.
* * *
Parafraseando a Jerome David Salinger:
¿Alguien sabe dónde van los rostros que en el invierno de los días abandonan el estanque de nuestra existencia?
¿Hay algún taxista que pueda responderme?
O taxidermista, da lo mismo.
Pero alguien.
Se ha grabado en el I.I.C. uno de los programas de esta serie que se emite en Cuatro. Dedicado a la cocina italiana y al Instituto de Madrid. No sabemos el día exacto de emisión, si os interesa, estad atentos a las parrillas de programación de la cadena. Una de las participantes en el evento es una genial profesora.
“Ogniuno sta solo sul cuore della terra
Trafitto da un raggio di sole:
Ed è subito sera”.
Salvatore Quasimodo.
En la puerta del ascensor de su escalera, justo en el cristal biselado del centro y a la altura de los ojos de una persona de estatura media, había pegada una nota. Estratégicamente colocada. Imposible no verla. Uno de esos “post-it” amarillos y adhesivos. Con un mensaje:
“TriniEl texto estaba inscrito en un dibujo –un personajillo narizotas que sujetaba un cartel con el aviso, sobre el que colgaba su gran nariz -muy simpático. El mensaje, lo entendió en seguida. Conocía ese teatro, la obra, que le estremeció, y el texto con el que Mark Twain le había ayudado alguna noche a espantar los sapos que pueblan el insomnio. Aquél que acababa con un epitafio en la tumba de Eva:
“Adán:Pero esa historia ya la conocía. En esa primera lectura le interesó más la trama de detrás, la que había dado lugar a la nota, la que había desencadenado los hechos, la relación entre los personajes.
No pudo evitarlo. Les inventó vidas y se las calzó como si de unos cómodos mocasines se tratase. Quiénes eran. Qué aficiones tenían. Cuáles eran sus gustos. Con qué música le gustaría adormecerse a ella. En qué piso de su misma escalera viviría. Y él, qué perfume llevaría puesto para acudir a la cita. Habría perdido el móvil, o se lo habrían sustraido, y fue aquélla la única forma que tuvo de avisar a Trini. Como antaño, cuando no existían los móviles y el mundo no se derrumbaba por ello, pensó.Había visto esa nota cada vez que cogía el ascensor durante los dos últimos días, añadiendo siempre un matiz nuevo a la hipotética historia de Trini y Javi. Ese tercer día a primerísima hora, cuando se disponía a encaminarse a la librería más cercana, todavía con la resaca del insomnio, se volvió para comprobar si seguía en su sitio, después de cerrar la puerta del ascensor a sus espaldas. No la vio. Dedujo entonces un definitivo final para la historia: ella la había encontrado, y después de leerla decidió quitarla de allí. ¿Pero por qué habría tardado dos días en hacerlo? ¿Se habrían encontrado? Salió a la calle.
Cuando apenas había caminado unos cuantos pasos sobre la acera, observó que algo colgaba de la suela de su zapato: un papel amarillo. Se agachó y comprobó que era el “post-it” que no había visto segundos antes. Tal vez se había despegado de la puerta del ascensor y vuelto a adherir, desde el suelo, a su zapato. Lo cogió, y sin querer deshacerse de él, se lo metió en el bolsillo, en el mismo que minutos antes había colado otra nota roja, en la que levaba escritos los datos del libro que quería comprar. A la vuelta a casa lo colocaría de nuevo en su lugar.
En la librería, y después de no localizar la vieja edición que estaba buscando en las estanterías, se acercó a uno de los dependientes. Uno que estaba tras un pequeño mostrador, frente a un ordenador en cuya base de datos se suponía que figuraban todos los volúmenes disponibles.
- Buenos días. Estaba buscando esto, ¿puede ayudarme?- le dijo, mientras le entregaba la nota en la que tenía anotados el título y la editorial del deseado libro.
Cuando ya el papelito estaba en las manos del dependiente, comprobó que la nota del ascensor se había vuelto a adherir dentro de su bolsillo, en esta ocasión al reverso de la nota roja. Qué más daba, no sintió ningún pudor por ello.
El dependiente procedió a mecanografiar con una sola mano –en la otra sostenía la nota roja, o mejor, las dos notas contrapuestas- el título del volumen en el teclado. Después, en las décimas de segundo que tarda el ordenador en hacer su trabajo y en un acto reflejo, dio la vuelta a la hojita. Al ver el “post-it” amarillo, abrió sus ojos, hasta el punto de parecer que se le iban a salir de las órbitas, y atónito dijo:
- Me llamo Javier y esta nota la he escrito yo.
Sábado. Tres de la mañana. Insomnio. Almohadas demasiado duras. Demasiado blandas. Varios pilotitos luminosos en de la oscuridad de la habitación. Estrellitas en el cercano firmamento del desasosiego. El reloj digital impertérrito, tenaz. El “estanbai” del televisor. Del monitor del PC. El interruptor luminoso de la regleta de enchufes bajo el escritorio. La pantallita iluminada del celular que transmite ondas de radio anodinas, insustanciales. Vuelta uno. Demasiada luz. Vuelta setenta y dos. Demasiados sapos.
Si pudiera, tomaría el ascensor y se acercaría a una librería. Se perdería entre sus estanterías y, encontrado el volumen deseado, regresaría al insomnio. Soñaría leyendo. Por qué no una librería de guardia abierta las veinticuatro horas del día. Existen kioscos que no cierran de noche.
“Hay insomnios que necesitarían una dosis de ansiolítica narrativa. Insomnios que merecerían unas píldoras de retórica metafísica. Otros a los que con tres gotitas de esencia de poema les bastaría”, pensó.
“La cuestión: existe una necesidad”, concluyó.
Se levantó de la cama y buscó su dietario. En la hoja del primer día hábil de la semana escribió:
“Quiero una librería de guardia. Con quién hay que hablar.”Leyó soñando.
Con motivo de realizar un estudio estadístico de los componentes de una población, un agente analizó determinadas muestra de familias. El resultado fue el siguiente:
1) Había más padres que hijos.
2) Cada chico tenía una hermana.
3) Había más chicos que chicas.
4) No había padres sin hijos.
¿Qué creéis que le ocurrió al agente?
Aunque no siempre, la lógica nos ayuda en la vida. Suerte !
Antonio Tabucchi tomó a una serie de famosos personajes históricos y les atribuyó, con buen saber hacer, un sueño a cada uno. Lorca, Leopardi, Caravaggio, Goya, Freud… son algunos de los afortunado soñadores. El resultado es un pequeño libro de relatos que llamó “Sogni di sogni”.
A Dédalo, le inventó un sueño en el que el mitológico arquitecto –mecánico y trabajador de los metales, según otras fuentes- se encuentra encerrado, como no, en un laberinto, y al llegar a una estancia del mismo, aparece un hombre-bestia de aspecto infernal que le dice:
“In questa stanza ci sono due porte, e a guardia di ciascuna porta ci sono due guardiani. Una porta conduce alla libertà e una porta conduce alla morte. Uno dei guardiani dice solo la varità, e l´altro dice solo la menzogna. Ma io non so quale è il guardiano che dice il vero e quale il guardiano que mentisce, nè quale è la porta della libertà e quale è la della morte.”Seguro que ya sabéis cómo acaba la historia.
El librito me esperaba silencioso en una estantería de una pequeña librería, hasta que llegué. Una pequeña librería de ese otro sueño que es Trastevere, nella città eterna.
Citaba Jaime Gil de Biedma en su “El pie de la letra” a la ganadora del premio Pulitzer 1952 Marianne Moore: [...] “la finalidad práctica de la poesía reside en la creación de jardines imaginarios habitados por sapos de verdad”. Y en la misma página afirmaba el poeta: “Ante la página por hacer, siempre he vigilado menos el hilo de la idea que el trabajo de las palabras. Quien por placer no lea, que no me lea”.
Después releo:
V
Como la noche no
quiero que tú desciendas,
no quiero cumplimiento
sino revelación.
Desciende hasta mis ojos
veloz, como la lluvia.
Como el furioso rayo,
irrumpe restallando
mientras quedan las cosas
bajo la luz inmóviles.
Que no quiero la dulce
caricia dilatada,
sino ese poderoso
abrazo en que romperme.
Me sabe a poco:
X
Nos reciben las calles conocidas
y la tarde empezada, los cansados
castaños cuyas hojas, obedientes,
ruedan bajo los pies del que regresa,
preceden, acompañan nuestros pasos.
Interrumpiendo entre la muchedumbre
de los que a cada instante se suceden,
bajo la prematura opacidad
del cielo, que converge hacia su término,
cada uno se interna olvidadizo,
perdido en sus cuarteles solitarios
del invierno que viene. ¿Recordáis
la destreza del vuelo de las aves,
el júbilo y los juegos peligrosos,
la intensidad de cierto instante, quietos
bajo el cielo más alto que el follaje?
Si por lo menos alguien se acordase,
si alguien súbitamente acometido
se acordase… La luz usada deja
polvo de mariposa entre los dedos.
(De “Las personas del verbo”, “Las afueras”.)
Con placer… Con cuánto placer.
Y me meto en la cama esta noche de hoy.
* * *
Tengo que levantarme a espantar los sapos que deambulan por mi almohada.
Durante varios años de mi época de estudiante, llevé en mi clasificador una fotografía metida en el plástico transparente con el que lo había forrado. Era una fotografía grande, de tamaño folio, que cubría toda una cara de la carpeta. Era la fotografía de un tren, la máquina de un tren antiguo, de los de vapor, vista de frente, acaso ligeramente en escorzo y dejando ver algún vagón posterior. En tonos azulones, en la noche y con una ligera bruma vaporosa alrededor. Magnífica. La rescaté de una feria de material de oficina e imprenta que aún se sigue celebrando año tras año, la recorté para adaptarla al tamaño necesario y la coloqué allí.
La primera vez que cogí un tren fue en la estación de La Puebla de Hijar. Tendría yo no más de cinco años e íbamos mi madre y yo, desde el pueblo, a pasar unos días a Barcelona, a casa de unos familiares. No tengo demasiados recuerdos de aquella aventura. Los justos. Recuerdo que tenía compartimentos con bancos de barrotes de madera, que hacía frío, que olía a bocadillo de tortilla y a monda de naranja. Recuerdo la estación de Barcelona, a la llegada, enorme y llena de gente. La primera estación en mi memoria.
El siguiente tren importante de mi vida fue uno que, ya en la adolescencia, nos llevó a un grupo de compañeros de colegio y a mí, desde Zaragoza a la capital. Era un proyecto que organizaba el Ministerio de Educación entonces, llamado “Escuelas Viajeras” y en el que tuvimos la suerte de participar. Consistía en una semana de turismo cultural junto a otros colegios de la geografía española. Se pernoctaba en alguna de las antiguas “Universidades Laborales” y se visitaban los alrededores. En nuestro caso la de A. de H., visitando la capital y varias ciudades cercanas: Toledo, Segovia,… Sólo en alumnos, aquel centro triplicaba el número de habitantes de mi pueblo. Recuerdo anecdóticamente el consejo de la abuela de uno de mis compañeros:” No abráis las ventanillas del tren al pasar por los túneles, que se os llenará el vagón de humo”… ¿Cuántos años haría que la pobre mujer no cogía un tren para no saber que los trenes de esa época ya no echaban humo? . Compartimos la semana con un colegio de un barrio obrero vallisoletano y otro de un pequeño pueblo, como el nuestro, de Ávila. Inolvidable experiencia. Sin conocer aún lo que posteriormente significaría en mi vida aquel viaje.
Apenas dos años más tarde, decenas de trenes que hacían ese mismo recorrido hacia “casi” la capital, caracterizarían mi vida. El curso empezaba con uno de ellos, al final de cada verano. Y aquel tren, el primero de cada curso, significaba mucho más que su comienzo. Con él comenzaba también la vida. Partir con él era como abrir una ventana al mundo, un mundo por descubrir, por devorar con ansia. Los últimos días de septiembre eran la antesala apresurada de los preparativos. Era importante que no faltase nada en el equipaje- que acababa siendo descomunal y casi imposible de colocar, después, en los compartimentos del tren- ni siquiera la guitarra infantil. En una de estas antesalas forré mi clasificador con la fotografía de un tren antiguo, de aquéllos en los que todavía se debía llenar el vagón de humo al pasar por un túnel, si estaban las ventanillas abiertas. Como metáfora de mi vida de entonces. Miles de anécdotas y recuerdos de aquellos viajes de más de tres horas.
En aquella “Laboral” –como la llamábamos nosotros- de “casi” la capital, comencé a viajar, precisamente para acercarme a ella, en otro tipo de trenes. Ésos de un recorrido menor. Cualquier excusa era buena para coger uno en la estación de cercanías, al lado de la “Laboral“, y en treinta y cinco minutos poder caminar por las calles de la “Villa y Corte”. No sería capaz de precisar cuántas veces cogí esos trenes: ¿cientos? . En toda mi vida de estudiante y después, durante años, para ir a trabajar, tal vez miles. Era capaz de reconocer dónde se encontraba el tren exactamente con sólo un golpe de vista a través del cristal: un poste, un puente, un edificio, una farola… aun en el, siempre cambiante de fisonomía, extrarradio. Capaz de anticiparme a la voz enlatada que anuncia la llegada a cada una de las estaciones del recorrido; en uno u otro sentido. Aquella época en la que tenía que coger dos de aquellos trenes al día para ir de casa al trabajo, y viceversa, la recuerdo como una en las que más he leído.
Ha habido otros muchos trenes en mi vida. Trenes lejanos en territorio extraño que no sabes dónde te dejarán. Trenes exóticos. Veloces como un parpadeo. Furtivos trenes nocturnos. Trenes que he esperado sin impaciencia. Otros en los que no veía el momento de la partida. Trenes que se han llevado, que me han traído, algún rostro de siempre. Trenes desde los que me he apeado. Y trenes que he perdido.
Ya hace varios años que no cojo trenes, ni siquiera de cercanías. Vi, como lo hizo medio mundo, imágenes del horror en varios de esos trenes hace casi dos años. Repetidas en televisión hasta la saciedad. Vi farolas, puentes, postes, estaciones… de una línea que conozco bien.
En la casa del pueblo, estos días atrás, he vuelto a tener en las manos mi carpeta de estudiante. Acaricié la ajada fotografía y, como por instinto innato, la acerqué a mi pecho y la apreté contra él.
Hay duendes. Seguro. De otra manera no comprendo muy bien toda esta maraña en la que estamos inmersos y a la que llamamos "red". Este estallido de información sobre nuestro escritorio en un minuto. Pero esos duendes, ¿son acaso los mismos que en un momento determinado eclipsan el sistema, la mente y los ánimos?. Todos hemos tenido alguno de esos momentos que, frente al monitor, y si hubiésemos tenido a mano un martillo, la pantallita hubiera quedado reducida a unos cuantos trocitos. No hace mucho, he visto en televisión cómo un grupo de jóvenes destrozaba a martillazos un monitor de ordenador. Pensé en las veces que yo hubiese querido hacerlo.
Afortunadamente son más los momentos en que este impresionante invento nos regala una sonrisa, y en el abismo informativo encontramos mil formas de hacernos la existencia más llevadera, amena e interesante. También más cómoda. No dejo de sorprenderme de la cantidad de cosas que puedo hacer con mis deditos, sentado en mi escritorio, frente al PC. Me maravillan incluso ésos duendes que te cambian las teclas de sitio y escribes unas letras por otras, pero siempre te das cuenta demasiado tarde, cuando ya no hay remedio. No estoy hablando de virus, no, éstos son duendes, unas veces buenos y otras no tanto. Los virus son otra cosa. Pero me temo que mis aventuras con ellos merecen un capítulo aparte.
“Me siento como un estudiante en un examen final, sin saber que escribir porque no entiendo la pregunta, y veo que se me acaba el tiempo”. Estas son las palabras de alguien, una enferma terminal, que cuenta las horas que le quedan de vida. Frase que se nos lanza en un espléndido montaje teatral que se llama Wit. La protagonista, una profesora de literatura especializada en poesía inglesa del siglo XVI se ve abocada a un viaje sin retorno del que resulta imposible apearse. Eso es lo que pasó anoche en una pequeña sala que acaban de reinaugurar en esta ciudad. Espléndida Rosa Mª Sardá y espléndida también la mano de Lluís Pasqual, que elevan a la máxima potencia el no menos espléndido texto de Margaret Edson. TEATRO en estado puro, nada más, ni menos. Que entre otras cosas nos plantea la necesidad de colocar correctamente, y con impecable e ingeniosa ironía, las “comas” en el texto de la vida. Para ver la diferencia que hay, por ejemplo, entre: “nada más ni menos” y “nada más, ni menos”. ¿Qué significan términos como: “fase cuatro” y no hay “fase cinco”, “dosis completa” o “muerte”? . Y qué significa la pregunta hecha hasta la extenuación: "¿Cómo se encuentra hoy?" . ¿Bastan la poesía, la inteligencia o el ingenio para salir airoso de este tipo de situaciones límites? .
Merecidísimos los premios que han recibido tanto la ACTRIZ como la obra. Habrá que verla, ¿no? .
Hay un momento en la vida en que recordar acontecimientos pasados se convierte en desempolvar lejanas sensaciones. No es fácil precisar ese momento, pero sí descubrir que hay un día, pasados los treinta, en el que te das cuenta que de casi todo hace diez, doce, veinte, veintitrés años. No resulta, sin embargo, difícil recordar las cosas y lo sorprendente es que ese recuerdo es prueba irrefutable de que estábamos allí, por muchos que sean los años que hayan pasado. A esto, hay quien lo ha llamado tener memoria histórica. No sé si es exagerado o no definirlo así, pero algo de eso hay. Al menos, no deja de producirnos cierto vértigo. Y son entrañables esas veladas de copa y humo compartidas con algún rostro de los de siempre, en las que renacen el primer beso, la primera borrachera, el primer cigarro, el primer desamor, la primera caricia… y los “¿te acuerdas de…?”. Y luego, ya con la almohada, comentas quién es este “tú” de ahora, acaso la suma de todos esos - lejanos en el tiempo- cercanos recuerdos. Y ese “tú” de mañana, que quizás no sea nunca más aquel que antaño respiraba las mañanas de alfalfa recién cortada. Allá, en el campo.
Era una escuálida anciana. Vestía uno de esos lutos perpétuos, con pañuelo en la cabeza y zapatillas blandas. En invierno apenas una chaquetilla mínima. La encontraba todas las mañanas en las escaleras a la salida de la boca del metro. Pedía por caridad a todo el que pasaba por allí, que a esa primera hora éramos muchos. La original frase que utilizaba - y que iba modificando según fuera señor, señora o señorita quien pasase en ese momento- se convirtió en la mejor de las formas de darme los buenos días. Confieso además, que los días que por algún motivo no la encontraba sentada en su escalera, la echaba en falta. Aprendí que tal vez la vida fuese lo que ella recitaba con entrañable entonación: "estos días". Para ella, sin duda era eso, estos días, los días siguientes, sólo los inmediatos. Su necesidad era mínima. Su meta, cercana. Nada más allá.
Hoy he salido, después de varios años, por esa misma boca de metro y ella no estaba. Ahora soy otro y trabajo en otro lugar, pero hoy ha vuelto a sonar su frase en mis oídos, justo cuando pisaba su escalera, la quinta, antes de alcanzar la calle.
Cuando acaba, el año nos empuja inevitablemente a hacer ciertos recuentos. Los años que llevamos a la espalda, los que hipotéticamente nos quedan. Las cosas que hemos hecho a su largo, las que no. Los rostros que se han cruzado en nuestro camino, los que hubiéramos preferido que no lo hiciesen. Las nuevas amistades, las que continúan desde siempre, las que ya no están. Los nuevos inquilinos de este mundo. Las horas que perdimos, las que ganamos. Los golpes, las sonrisas. Los kilos que se esfumaron, los nuevos que adornan nuestras cinturas... El inventario vital de todos los mortales todos los finales de año. Como el de los centros comerciales, con sus columnas del debe y el haber bien ordenaditas. Una cuenta atrás acelerada para poner los marcadores a cero y que , así, el primero de enero sea la parrilla de salida desde la que partir cargados de promesas, hechas de mudas palabras a estrenar. Para perder un año más cumpliéndolas. O no.